miércoles, 22 de agosto de 2007

El almogávar. - Alcaudete 1559

Martinillo "el Careto" (IV)
Era de mediana estatura, más bien bajo, y tenia una apariencia y hechuras que no pasaban desapercibidas. Serio y de pocas palabras. El pelo era una melena descuidada y que llegaba a sus hombros, moreno y curtido por el sol de la sierra y con la agilidad de un gato, siempre dispuesto a saltar. Sobre la cabeza llevaba una redecilla de cota de mallas fina y cuero, musculoso cubría su cuerpo con una camisa y sobre ella una gonela, especie de túnica corta o sobrevesta. Cubría sus piernas con unas calzas de cuero raído por el uso y de color indefinido, en las espinillas y el empeine del pie llevaba antiparas, especie de polainas de cuero reforzadas con pedazos de metal y abarcas en los pies. Tan estrafalaria vestimenta se completaba con una azcona, que era una lanza corta de hoja ancha y afilada lista para ser lanzada, una correa ancha a la cintura de la que colgaba un coltell, especie de faca o cuchillo largo, debidamente sujeto a su vaina de cuero, media docena de dardos al cinto, una bolsita con el yesquero para encender fuego y a la espalda o costado su inseparable zurrón, sujeto a su cintura con una cincha de cuero, en el que llevaba sus provisiones.

Su nombre era Guillén “de Ferro”, ya que su grito de lucha era “desperta ferro”, frase que pronunciaba entre rugidos momentos antes de atacar mientras golpeaba el borde de su azcona sobre las piedras, creando un halo de chispas que intimidaban a su enemigo. Sorprendía que no llevase armas defensivas, escudo o coraza de ningún tipo, pero su forma de pelear así lo aconsejaba y de veras que lo demostraba continuamente.
Vivía en un lugar próximo al puerto del Muradal en plena Sierra Morena y el pillaje era la base de su existencia. Hacía años que se había acabado la lucha contra el moro y su forma de vida le mantenía alejado de la gente que temía a los de su ralea y les llamaban Golfines.
Ya no quedaba casi nada de sus añoradas gestas, sorprendentes y desiguales batallas victoriosas, la lucha de sus antepasados (los auténticos almogávares) en tierras de Aragón, Sicilia, Gallipoli, las partidas al lado de Gonzalo de Córdoba y contra el reino de Granada ayudando a los ejércitos de los Reyes Católicos, con el solo pago del botín que requisaban al vencido. Al ser inadaptados, seguían con la vida que siempre habían llevado y se dedicaban a lo único que sabían, la lucha y el pillaje.
La primera vez que vino a Alcaudete, lo hizo junto a Don Ramiro, que en una ocasión le salvó de una muerte cierta y el almogávar le juró fidelidad mientras tuviese vida, estando siempre presto a la llamada del caballero Setienne.
Don Ramiro le mandaba llamar siempre que tenía que enfrentarse a alguna situación de peligro y lo usaba de guardaespaldas y como ojeador o avanzadilla de sus peligrosos viajes. Se aproximaba un incierto viaje a Orán con el señor conde y sus huestes , así es que consideró útil que el almogávar le acompañase.
Había interés por conocerlo ya que se había hablado mucho de su habilidad en la lucha, así es que, al llegar, lo primero que hizo don Ramiro fue llevarlo ante la presencia de los señores condes que estaban deseosos de conocer personalmente a uno de aquellos luchadores cuya fama hacía mucho tiempo que corría de boca en boca.
Al verle sufrieron una gran decepción. Contemplaban con asombro a aquel soldado que ni tenía presencia ni se parecía en modo alguno a los guerreros que ellos tenían como feroces contendientes, hasta que, finalmente, mirando al almogávar de arriba abajo, dijo con desdén la señora condesa:
- ¿Es este el celebre almogávar imprescindible para su defendimiento, don Ramiro?
Antes de que don Ramiro pudiese contestar, respondió el almogávar:
- Señora, si queréis saber lo que es un almogávar, haced que uno de vuestros caballeros, con su mejor armadura, a caballo y revestido de todas sus armas se preste a pelear conmigo, que sólo llevaré mi coltell y mi azcona.
Los caballeros del séquito del conde ante aquel desafío se enfurecieron sobremanera y casi todos se ofrecieron a luchar con el glofín y castigar en una buena pelea su insolencia.

Inmediatamente ordenó el señor conde que se preparara el palenque extramuros en el anchurón que había a la salida del Arco de la Villa, se mandaron retirar todos los puestos de venta y los animales que por allí deambulaban, mientras se armaba al caballero Tomás de Angulo que fue el elegido para tan desigual justa. Los condes y su séquito se acomodaron para presenciar el combate que, sin lugar a dudas, acabaría de momento, dada la diferencia de fuerzas entre el caballero armado y a caballo con aquel desarrapado aventurero, que además lucharía a pie. Todo el pueblo estaba presente, nadie quería perderse tan desigual combate y allí se encontraban también Fray Servando con sus alumnos y entre ellos Martinillo. La noticia del desafío corrió por Alcaudete como un reguero de pólvora así es que no cabía un alfiler ante la empalizada que se dispuso.
Ocupó su sitio el caballero Angulo al final del palenque, montado en un brioso corcel de batalla y armado de todos sus apechusques y armas y en el otro extremo se situó Guillén “de Ferro” con su azcona y su faca.
Al darse la señal, don Tomás de Angulo picó las espuelas y se lanzó contra el almogávar con el fin de atravesarlo de parte a parte en cuanto estuviese al alcance de su lanza. Impasible ante la acometida, el almogávar estaba muy tranquilo y sin mostrarse nervioso en ningún momento y cuando le pareció adecuada la distancia con el caballero, lanzó con descomunal fuerza su azcona contra los ijares del caballo, con tanta precisión que se la clavó más de un palmo en la raja del petral, cayendo estrepitosamente el caballo a tierra y arrastrando a su vez al caballero. Empuñó su faca el almogávar abalanzándose como un felino sobre don Tomás que estaba boca arriba en el polvoriento suelo, le sujetó la cabeza poniendo su pie izquierdo sobre el yelmo e introdujo su cuchillo por la gola de la armadura. En ese momento levantó la vista hacia los señores condes y eso salvó la vida del caballero Angulo, ya que el conde poniéndose de pie paró el combate declarando vencedor al almogávar. El combate se había desarrollado en un suspiro, y había durado menos de lo que se tarda en contarlo.
Todo el pueblo estaba asombrado y Martinillo necesitaba que alguien se lo contara, ya que dudaba de lo que sus ojos habían visto, para él un caballero con armadura era la cosa mas poderosa que había visto jamás y ese convencimiento había desaparecido en un instante de su mente. Todo el mundo quedo asombrado y al recuperar el resuello rompieron en aplausos para el vencedor. El conde que estaba presto para marchar a Orán indicó a don Ramiro que nombrara ojeador de la expedición a Guillén “el Ferro” , le obsequió con una buena bolsa de dineros y le regaló un repujada y adornada espada corta.

Continuará…

Don Ramiro y "el almogavar" (pastel) 2006


La Peste. - Alcaudete 1559

Martinillo "el Careto" (III)

“Huir de la pestilencia con tres eles es prudencia: luego, lexos y luengo tiempo”.

Los dos caballeros se habían despojado de parte de sus armaduras y de las capas. Estaban sentados a la mesa de Don Ramiro y discutían, más que hablaban.
Junto a ellos un prior de Santa María y el notario de los señores condes. Ahora si que los entendía Martinillo, que permanecía sentado en el tranco de la puerta entreabierta de la casa de Don Ramiro.
Uno de los caballeros dijo:
- Desde hace mil años, las epidemias de peste han mermado ciudades enteras en todo Flandes y en los reinos de Europa, y si aquí no nos protegemos la población de esta villa puede verse aniquilada en unos meses.
El otro contestó:
- Cuando las ratas negras empiecen a verse muertas por los rincones, ya no habrá solución, las pulgas y las chinches terminarán su trabajo contagiando a todos los vecinos.
- Y bien, que proponéis al respecto.-
Dijo el señor notario.
-Seria de menester convencer a los señores condes para que se tomen medidas de aislamiento para con viajeros y forasteros, que a fin de cuentas son los que pueden traer la enfermedad. En el Cabildo de Jaén y Córdoba nos informarán a buen seguro del estado de la epidemia y de los lugares donde se ha cebado, a fin de evitar que mercaderes y viajeros de estos sitios puedan traer esa miseria a este lugar.- Respondió el caballero que tenía una cicatriz en forma de horquilla en el rostro.
Don Ramiro aseveró:
- No estaría de más que el señor prior ponga en marcha los remedios espirituales que considere oportunos, como la celebración de rogativas y procesiones implorando la intercesión divina para que seamos protegidos del contagio y a su vez que se fuercen voluntades con el fin de un mayor cumplimiento de los deberes para con la iglesia. No hay que olvidar que todas estas epidemias tienen su raíz en el pecado y la maldad que nos rodea, así es que Dios nuestro Señor nos castiga con toda razón.
- Si Don Ramiro,
- dijo el otro caballero – eso está muy bien y así mismo propongo que se realice periódicamente la quema de maderas olorosas, como la de los acebuches que crecen en la sierra, en la proximidad del matadero y hacer que las gentes lleven las ropas perfumadas para que estos vapores corrijan la corrupción del aire, así como hacer acopio de salvia y mitridato, por si fuera menester.
-En 1523 ya ocurrió una epidemia que dejó Jaén y muchas villas al borde de la extinción.
– dijo el de la cicatriz - Entonces se vio que lo mas efectivo contra la epidemia era no tener contacto con apestados o portadores de enseres infectados, así es que lo mejor que podemos hacer es aislar Alcaudete para que la peste no llegue, y para ello debemos terminar las murallas de terrizo que entonces se comenzaron, puesto que ya vive más gente fuera del recinto de las viejas murallas que dentro.
Hasta aquí pudo oír Martinillo porque el chistido del ama le reclamaba desde la vuelta de la esquina, se levanto y en tres zancadas entró en su casa.
Durante bastantes días estuvo dando vueltas en la cabeza de Martinillo, la conversación oída desde la puerta de Don Ramiro y cuando vio aquel par de ratas muertas con el hocico ensangrentado al lado del pilar de los Zagales, no tuvo duda de que se trataba y sin perder un instante, en cuanto vio a Don Ramiro, se lo dijo.
Justo al día siguiente recibió la noticia de que el ama y él cerrarían su casa e irían a vivir a palacio, en una habitación, no lejos de las caballerizas y que compartieron con una de las cocineras. Tenía terminantemente prohibido salir del castillo, y así fue como se mantuvo al margen de la epidemia de peste que duró siete meses.
Al vivir en dependencias de palacio su contacto con maese Bastián no se reducía a unas horas por la mañana sino que estaba con él casi de continuo. Fray Servando se quedó fuera, en el pueblo y los estudios quedaron para más adelante.
Maese Bastián era un viejo escudero de más de cuarenta y cinco años, que había acabado de ayudante del maestro armero de palacio. Era alto y grueso de tal modo que su pecho era casi el triple del de cualquier criatura, tenia unos mostachos amarillentos y un trozo de cuero negro atado sobre el ojo derecho, tuerto en una de las correrías del señor conde. Desde el primer día tenía a Martinillo atareado ordenando la armería y engrasando los hierros de las armaduras y otros utensilios, así como frotar con linaza loas maderas de los escudos, pero lo que más le incomodaba era manipular el sebo sobre las cotas de malla que debían estar bien pringadas sin que manchasen en demasía los sobrevestas y otras prendas de sayal y lienzo que normalmente usaban caballeros y guardias.
A veces llegaba a través de las almenas el pestilente olor a carne quemada de los apestados difuntos, que junto a sus enseres eran quemados en unos patios que había junto a la ermita, que según decía don Ramiro pronto sería un nuevo templo dedicado a San Pedro Apóstol. También salieron de la fortaleza, en alguna que otra ocasión, varios enfermos en prevención de que tuviesen la peste, pero en la mayoría de las veces se trató de falsa alarma y después de sanar de sus calenturas volvieron a puertas aunque no se permitió su acceso hasta acabar la epidemia.
Cuando por fin volvieron a casa, el ama y él, pudieron hacerse cargo de lo terrible de la epidemia, sin ir más lejos se llevó por delante al esclavo etíope de don Ramiro, Tonelete y Lagarto, amigos de juegos, la habían diñado, este último con toda su familia y un sin fin de vecinos y conocidos que pronto pasaron a ser un vago recuerdo en su mente, aunque sin él saberlo estos aconteceres marcaron su vida para siempre.
A fray Servando lo encontró donde siempre y más cascarrabias que como lo recordaba. Sus dictados y lecturas ocupaban las tardes que pasaba en el cuartillo de la calle Carnicería y aunque no le gustaba mucho acabó por aceptar el cansino interés del fraile por que ayudase a misa y a otros oficios religiosos. Se aprendió de corrido las parrafadas en latín que tenía que decir y ensayaba ante el ama que lo miraba con arrobo, pensando que si Dios quería lo vería de canónigo o de obispo que sería mejor.

Continuará…

Fray Servando - Alcaudete 1559

Martinillo "el Careto"(II)

Estaba sudando, hasta la gárgola del colchón se había mojado. Se sentó al borde del catre y se empezó a vestir con parsimonia. Martinillo había dormido mal, los acontecimientos de la tarde-noche anterior habían organizado un caos de sueños y pesadilla que no le habían permitido descansar como Dios manda.
Casi ni se acordaba del contenido del hato, mientras el ama lo deshizo y lo volvió a hacer, para sepultarlo en el arca que había a los pies de la cama, él solo tenía ojos para contemplar el retrato de su madre, recordaba unos legajos enrollados, un cofrecito con cosas en su interior y unos trapos con bordaduras. El ama había sido concluyente-Esto hay que guardarlo que algún día te servirá.
Chirrió la puerta de la calle y apareció el ama, venía de misa de Santa María y farfullando no se qué sobre los mendigos que se sentaban en las escaleras del templo, por lo visto estuvo a punto de caer y eso la puso bastante irritada.
-Martinillo, lávate bien las rodillas y las orejas, que te van a salir nidos de gorriones.
-Si ama.
La jarra del zafero estaba llena y trabajo le costó echar un poco en la jofaina, humedeció la manopla y empezó a restregarse las orejas.
-Ama, cuéntame quien era mi madre.
-Un ángel Martinillo, tu madre era un ángel.- Dijo el ama dirigiendo la mirada hacia el cuadro que la noche anterior trajo el chico.
-Fue una gran desgracia, morir tan joven, Cristo Redentor la tendrá en el cielo, hasta el hermano de nuestro señor conde vino al entierro…

Se enjugó las lágrimas la anciana y dando un suspiro continuó diciendo:
-Desde entonces cuido de ti y cuando don Ramiro te ha contado “el secreto”, de seguro que va a cambiar tu vida…
-¿Le ha dicho don Ramiro lo de fray Servando?.
-Si y eso quiere decir que te des prisa, coge un trozo de galleta y arreando que ya vamos tarde.
Salieron a la calle y cuesta abajo se dirigieron a la salida extramuros por el Arco de la Villa, bajaron por Carnicería y dos casas más debajo de las obras que estaban haciendo artesanos de palacio, entraron en un portal oscuro y pequeño, donde había cuatro chicos esperando. En unos momentos se abrió un postiguillo que tenia la puerta interior y una voz ronca dijo:
-Ha traído al zagal ¿verdad?, pasen que ya abro.-
Entraron en una estancia bastante grande donde había una gran mesa y sillas alrededor, libros encima de estantes y ante ellos un fraile algo orondo y no más grande que el ama, De nariz como una patata y una barba rala y canosa que le colgaba sobre el hábito.
- Ya me dijo don Ramiro…, usted se puede marchar que ya le mandaré al mozuelo pasado el ángelus.
Salió el ama y el fraile se le quedó mirando con los brazos cruzados sobre el pecho y con una mano apoyada en el mentón.
Fray Servando se dio cuenta enseguida de lo avispado que era el chico, comenzó enseñándole las letras, haciéndole que copiase el trazo de algunas sobre un viejo trozo de pizarra, le tanteó en el conocimiento de evangelio y le preguntó sobre los niños con los que formaba pandilla para jugar.
- Ya te puedes ir Martín, a partir de mañana vendrás por la tarde, después de que bajes de palacio y así todos los días.
- ¿Qué baje de palacio?¿he de ir a palacio?
- Ya te lo dirá don Ramiro.
Subió Carnicería arriba sumamente excitado con lo que le había dicho el fraile - ¿yo he de ir todos los días a palacio? - ¿Para qué he de ir a palacio? –Por otro lado estaba encantado, siempre había querido entrar allí y jamás le dejaron acercarse a la puerta. Desde luego que iba de sorpresa en sorpresa, desde la noche anterior en que habló con don Ramiro, primero lo de su madre, luego fray Servando y ahora…
Estaba deseando que anocheciera para ver a don Ramiro, preguntó al ama pero ella no soltó prenda y el único que le podía aclarar algo debía estar en palacio, porque tenía la puerta bien trincada y allí no estaba ni el esclavo etíope que servia al viejo hidalgo.
Cuando pudo, escapó por la cuesta de la Barrera y entre lindes de huertas llegó a la fuente Zaide. Ya estaba allí su amigo Tonelete y cuando estaba a medio contar lo que le había ocurrido, apareció el Pecas, con lo que tuvo que repetir la historia a los embobados zagales. Esa tarde faltó Lagarto que por lo visto tenía calentura y su madre no lo dejó salir, así es que los tres jugaron y corrieron por los alrededores del cerro Calvario, atrapando lagartijas y haciendo mil y una diabluras como todas las tardes que se juntaban.
Martinillo fue consciente esa tarde de la curiosidad y admiración que había despertado en sus amigos de correrías con lo que le había sucedido desde la víspera. Antes de anochecer se despidió de ellos y como una exhalación se dirigió a su casa pasando por la de don Ramiro. Al acercarse a la casa del anciano vio a dos caballeros en la puerta que hablaban en voz baja y en una lengua que no entendió, parecían esperar a don Ramiro, iban armados, con un sobreveste blanco sobre la armadura donde se podía ver la cruz de los calatravos o del temple que eso no lo sabía distinguir Martinillo, llevaban cubierta la cabeza con la cota de mallas y unas capas blancas que tenían sobre el hombro izquierdo un emblema verde con un extraño dibujo de una flor de lis que era rodeada por una lazada. Giró a la esquina de su casa y desde allí siguió contemplándolos, al tanto salió don Ramiro, que también se había puesto otra capa igual que los caballeros y sobre su cabeza lucia una celada con cruceta sobre la nariz que le daba un aspecto imponente, musitaron unas palabras y después se dirigieron a Santa María. Cuando los perdió de vista entró en su casa y como de costumbre recibió el rapapolvos del ama.
Mientras comía sus sopas le dijo el ama.
- Mañana has de ir a palacio.
-¿Habló con don Ramiro?
-Si, y me ha dicho que preguntes al guardia de puertas por maese Bastián
-¿A que hora he de ir?
-De amanecida, así es que a la cama.
No tardo en acostarse, pero dio mil y un tumbos en el catre antes de dormirse, por la excitación que los futuros acontecimientos le podían deparar.

Continuará…

La Picota - Alcaudete 1559

Martinillo "el Careto" (I)

Estaba hipando, acababa de subir corriendo por la Barrera e intentaba recobrar el resuello y la compostura apoyando sus dos manos, justo encima de las rodillas.No podía seguir aunque quisiera, una procesión de clérigos con las capuchas caladas estaba desfilando calle abajo hacia el Arco de la Villa. Secó el sudor de su cara con la bocamanga de la camisa y cuando pudo, cruzó el anchurón ante Santa María, donde algunos artesanos recogían sus puestos y enseres.

Ya hacía rato que el sol se había ocultado por los cerros de Luque y de seguro que el ama le daría una buena regañina.

-Antes de que el sol se oculte, te quiero en casa ¿entendiste?.

-Si ama, aquí estaré.

Pero no iba a ser así, había estado jugando con el Pecas, Lagarto y Tonelete en las huertas de la fuente Amuña y aunque venía con tiempo se entretuvieron en demasía cuando al pasar por los Zagales, vieron a unos soldados que colgaban a dos ajusticiados en la picota que había frente a la fuente. Entre un grupo de curiosos y un rebaño que abrevaba, estuvieron observando cómo sacaron a los muertos del carro y después de pasarles una soga bajo los brazos, que tenían atados a la espalda, los colgaban de los salientes de la columna.

Allí se despidió de sus amigos cuando se percató de que la anochecida se echaba encima.

Martinillo era un niño valiente y revoltoso, pero con una gran curiosidad y ganas inmensas de aprender y enterarse de todo. Vivía solo con el ama en una pequeña casita a la falda del palacio de los señores condes, en el pequeño callejón de las Mimbres, aledaño a la calle de subida al palacio y pegado a la casa del hidalgo don Ramiro Setienne. Su ama era toda su familia, pero no tenía ni idea del parentesco que le unía a ella, sus amigos tenían padre y madre o por lo menos uno de los dos, pero él vivía con una anciana de edad indefinida que le cuidaba y se esforzaba en que se portase lo mejor posible.

Después del tirón de orejas y la retórica de la anciana, dio buena cuenta de un mendrugo de pan que acompañó con un trozo de entreverado de jabalí demasiado salado y un jarrito de agua. La anciana siguió con su monserga durante toda la cena y Martinillo la miraba asintiendo con la cabeza y enterándose a medias de las razones por las que debería ser más obediente.

Al rato cuando pareció que la cosa estaba apaciguada le dijo al ama:

-Ama, ¿puedo ir a “lo de don Ramiro”?

- Bueno… pero que no tenga yo que ir a por ti.

Salió a la calleja y al volver la esquina se apoyó en el quicio de la puerta del hidalgo. Siempre hacía lo mismo, se colocaba ahí y esperaba a que don Ramiro se percatase de su presencia, la puerta entreabierta dejaba ver el interior de la sala. Allí estaba el hidalgo sentado a la mesa, hojeando un grueso libro de hojas amarillentas y arrugadas que brillaban a la luz de las palmatorias.
- Pasa “Careto”- le dijo don Ramiro.

Apodaban “Careto” a Martinillo porque desde que nació tenia una mancha en la cara de color carmín azulado que se extendía por la parte inferior de su mejilla derecha y llegaba hasta la mitad de la nariz.

-¿Dónde has estado hoy?

Martinillo le contó sus juegos en la fuente y el espectáculo de los ajusticiados, percatándose en ese momento de la dificultad que tendría esa noche para conciliar el sueño sin tener pesadillas.

Don Ramiro lo escuchó con una media mueca en la cara y con parsimonia le dijo:

-Bien, a partir de mañana irás a recibir instrucción de fray Servando, dile al ama que venga luego a hablar conmigo y a ver si tenemos suerte y hacemos de ti, una persona de talento.

-¿Don Ramiro, por qué no me cuenta una de sus historias?

-Para historias estoy yo, pero siéntate ahí que te voy a dar algo.

Y siguió el hidalgo hojeando el libro, como si Martinillo no estuviese presente.

Don Ramiro era un anciano de porte, enjuto de carnes y muy alto, el hombre más alto que Martinillo había visto en su vida. Había venido de fuera de España, y hablaba de una forma diferente a como se hacía en Alcaudete. Vestía de negro siempre, con gola sencilla y media capilla, tocándose con un gorro diferente a todos los que había visto. Trabajaba en palacio y debería ser de la confianza de los señores condes, ya que los soldados le hacían reverencia a su paso, se apoyaba para caminar en un bastón que era tan alto como Martinillo y su paso era cadencioso y elegante como si nunca tuviese prisa. Había estado en Tierra Santa y había pertenecido a la Orden de Sión, cosa que de seguro, debía ser muy importante y de lo que no hablaba casi nunca.

Después de un buen rato, cerró el libro, haciendo que el polvo se esparciese ante la llamitas que iluminaban la mesa. Se levantó y lo colocó sobre un bargueño que había en la estancia, después, sacó un lío de tela de un baúl y lo situó sobre la mesa.

- ¿Cuántos años tienes?

- El ama dice que once, don Ramiro.

-Bien, pues ya va siendo hora que sepas algunas cosas.

El hidalgo, había deshecho el hato y de él extrajo entre otras cosas un retrato, hecho sobre una lámina de cobre, en el que se veía una hermosa mujer, se lo puso en las manos al muchacho y le dijo:

- Esta era tu madre, murió en el momento de traerte al mundo y como puedes comprobar era muy joven y muy guapa.

Martinillo se quedó de una pieza, miraba de forma hipnótica el retrato y no daba crédito a lo que don Ramiro le decía.

-¿Y mi padre?

Don Ramiro le miró fijamente y después de unos instantes de silencio le dijo:

-Eso lo sabrás en su momento, por ahora te basta con lo que estás viendo y te puedes llevar el hato completo ya que todo lo que contiene son cosas de tu madre…Que te lo guarde bien el ama.

El muchacho anudó el liote y poniéndose el retrato bajo el brazo, trincó el hato y salió hacia la calle sin decir ni adiós.

-Ve con Dios rapaz.- Dijo el hidalgo con una sonrisa- Ya tienes en que pensar esta noche, que no sean los que cuelgan de la picota.

Continuará...

La Portada del libro


Martinillo "el Careto" un niño del siglo XVI

dibujo de Eduardo Azaustre Mesa